“Siete vírgenes” es la única película española de 2005 que me enorgullece decir que ha sido hecha en mi país. Puede haber alguna mejor, pero para mí, ésta es la única que alcanza la totalidad de sus intenciones, es una de las pocas que deja testimonio para la posteridad del mundo en que vivimos, es una de ésas que te crees de forma sincera y te llega a emocionar.
Todo nace de su modesto origen, de su afán por mostrar una sociedad que evitamos, pero que está ahí. Por hablarnos de seres en un momento que, aunque hayamos pasado, difícilmente entenderemos. Por abarcar un segmento de la sociedad que crece mientras miramos a ninguna parte. Por contarnos la adolescencia como un recorrido de puntillas por la cuerda del funambulista.
Y la clave no es que decida contarnos ese recorrido sin moralismos ni moralejas. La clave no es que nos narre esa historia con empatía y contención. La clave es que ese excelente guionista que es Alberto Rodríguez consigue que cuantas palabras escribió se tornen en imágenes superlativas. Su puesta en escena es de tal naturalidad y precisión que los actores parecen haber nacidos para esos papeles (y costará imaginárselos en otros), que sus insustanciales conversaciones parecen totalmente sustantivas, que sus escenas parecen retazos de sus días. Que su ficción se torna documental. Y su documental, documento de una época, documento de unas vidas.
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