Hace unos años me metí en una sala oscura y, como le sucede a todo espectador, no salí cambiado, ni siquiera reforzado en mis planteamientos previos, sólo encontré cómo éstos podían tener un trasvase a la pantalla. Cómo un director podía aunar narración clásica y avances del cine publicitario, humanismo y globalización, continuidad y eclecticismo, diferencia e integración. Se trataba de la película "Wonderland" y desde entonces no falto a mi cita semestral con Michael Winterbottom, con Frank Boyce Cottrell. Pocos creadores son capaces de tener una trayectoria
tan coherente y tan diferente, de ser tan variados y tan similares, de abordar el riesto sin perder el acierto. No importa el género, siempre le son fieles a sus códigos implícitos. Parten de ese respeto a las normas clásicas para introducir su amor por la humanidad, su querencia por personajes normales, su huida de las falsas torturas, su apuesta por el interés de la cotidianeidad. Es él quien mejor sabe crear magia de lo corriente, producir fascinación a partir de gente como tú y como yo. Y lo hacen sin necesidad de caer en recursos de fácil identificación. Su voz en off nunca busca provocar empatía, sólo mezclar en pantalla realidades diferentes. Sin embargo, sus personajes sí provocan empatía. Y lo hacen sin necesidad de acertar. Es más,
Winterbottom siempre encuentra la belleza en el error, su gusto por la normalidad contrasta con su amor por la diferencia: el ser humano alcanza su perfección sólo cuando asoma su imperfección.
De ahí nacen sus radiantes, efímeras, emotivas
historias de amor. De ahí nacen sus vibrantes,
controlados conflictos. De ahí nace el arte de un
pintor con una amplia paleta de colores que siempre
dibujan la misma figura: el alma humana. Y lo hace sin
retórica de divino, sin pesimismos de postal, sin más búsqueda de autoría que la que da la propia voz.
tan coherente y tan diferente, de ser tan variados y tan similares, de abordar el riesto sin perder el acierto. No importa el género, siempre le son fieles a sus códigos implícitos. Parten de ese respeto a las normas clásicas para introducir su amor por la humanidad, su querencia por personajes normales, su huida de las falsas torturas, su apuesta por el interés de la cotidianeidad. Es él quien mejor sabe crear magia de lo corriente, producir fascinación a partir de gente como tú y como yo. Y lo hacen sin necesidad de caer en recursos de fácil identificación. Su voz en off nunca busca provocar empatía, sólo mezclar en pantalla realidades diferentes. Sin embargo, sus personajes sí provocan empatía. Y lo hacen sin necesidad de acertar. Es más,
Winterbottom siempre encuentra la belleza en el error, su gusto por la normalidad contrasta con su amor por la diferencia: el ser humano alcanza su perfección sólo cuando asoma su imperfección.
De ahí nacen sus radiantes, efímeras, emotivas
historias de amor. De ahí nacen sus vibrantes,
controlados conflictos. De ahí nace el arte de un
pintor con una amplia paleta de colores que siempre
dibujan la misma figura: el alma humana. Y lo hace sin
retórica de divino, sin pesimismos de postal, sin más búsqueda de autoría que la que da la propia voz.
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