Hay pocas experiencias tan desagradables como ver El último tango en París. Hay pocas experiencias tan turbadoras.
Nada de lo que sucede gusta. Nada de lo que sucede te deja cómodo. Nada de lo que sucede te permite seguir impasible. Porque nada de lo que les sucede por dentro a los dos protagonistas nos permite seguir igual.
Lo que les sucede a ellos es el descubrimiento de su lado oscuro. De repente, un ser tan angelical como Jeanne descubre su lado artero, autodestructivo, su querencia por el abismo, su elección no racional de lo que le jode por dentro. De repente, tú, espectador, te ves odiando su decisión y comprendiéndola, dejándote llevar, sabiendo que eso forma parte de la naturaleza humana, de tu naturaleza.
Y te ves odiando a Marlon Brando. Y te ves odiando a Maria Schneider. Y te ves odiando a Bertolucci. Y te ves odiándote a ti mismo. Hasta que llega un momento en que la turbación es tan radical, tan sangrante que no sabes si quererlos u odiarlos, si levantarte de la butaca o seguir cayendo por el abismo. Porque igual que para Maria Schneider el abismo es adictivo, para ti como espectador la experiencia también es adictiva. La turbación se vuelve necesaria, ansías volver a ese apartamento y asistir a cómo se joden por dentro, cómo son felices haciendo algo que saben que no les va a llevar a la felicidad futura.
Y es desagradable saber que las cosas son así, es turbador, es adictivo. Pero eso es puro cine. Esa es la esencia del arte: cambiar vidas. Y me temo que El último tango en París ha cambiado muchas vidas. Cambió la vida de sus personajes, cambió la vida de sus actores, cambió la vida de muchos espectadores. Es posible que siga cambiándola hoy.
Visionados como el de ayer no se olvidan. Puede que te cambien. No siempre para bien. Seguro que sí para hacerte más sabio, más autoconsciente.
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