Hay dos tipos de buenas películas: las que contienen grandes historias y las que hacen avanzar el cine. Tristram Shandy es de las segundas.
No sólo la historia que cuenta la película es pequeña, es que no hay historia. LLevando hasta el límite el espíritu del ensayo que adapta, Winterbottom es capaz de reflexionar y perderse, aun a riesgo de perder espectadores. Es su apuesta una apuesta suicida. Una apuesta que utiliza el humor para acercar a los personajes y, sobre todo, para mantener el interés del espectador.
Nunca antes el humor había jugado tan claramente este papel. La ausencia de historia obliga a tejer las reflexiones, meandros y vueltas con un hilo de comedia fina. Y, como en 24 Hour Party People, ahí Winterbottom, Boyce Cottrell y Coogan se desenvuelven como los ángeles. Su mordacidad y autoironía nos devuelven un regalo en forma de carcajadas constantes que nos provocan tanta comprensión y amor por los personajes como incomprensión de la adaptación.
Risa a risa, Winterbottom va adentrándose en nuestros subconscientes al mismo tiempo que asistimos a la consecución de su noble y suicida objetivo. El espíritu de Vida y opiniones de Tristram Shandy aparece en pantalla. Y lo hace con una historia que no es sino un cuento chino, una soplapollez que sólo vale la pena si es realmente divertida. Y ésta lo es.
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