
Anoche pude ver en el cine uno de esos clásicos intocables, una de esas películas que la crítica ama y los profesionales veneran. Una de esas películas que habitualmente los espectadores odian. No es el caso.
Concebida como un espectáculo para dos tardes, la obra de Carné se degusta ahora en un solo plato. Y ése es quizá su mayor defecto. Sé que es obra del exhibidor y no del genial francés, pero acaba por resultar crucial ya que es complicado mantener durante tres horas largas la atención y el culo quieto. En mi caso, no acabé por encontrar la postura en la silla, pero eso no es culpa del guionista Prévert, ni del director Carné.
El caso es que ambos construyen una epopeya intimista, en la que mezclan el cine de época, la pantomima francesa, el hampa del momento y la alegría de vivir. Todo eso lo entrelazan en una trama que funde (y no confunde) ficción y narración, mentira y verdad. Aunque logren dotarla de un hilo común que se va haciendo cada vez más grueso y menos embrollado, es cierto que la fuerza que alcanzan en la mezcla de tramas no es precisamente la de Altman, pero al fin y al cabo, se estaban adelantando tres décadas al de Kansas.
El resultado no es sólo una novedad en cuanto a argumento, ni en cuanto a sutileza y profundidad de los diálogos. El resultado es una película mucho más moderna en textura y potencia dramática que las que se hacen ahora, que goza de una dirección artística que aniquila la capacidad de sorpresa de cualquier decorador actual, de unos planos-secuencia que epatan hasta al técnico más técnico, y de unos planos expresionistas en la fusión de realidad y ficción que entrecortan la respiración de cualquier espectador.