Si la frase hecha dice que la vida es un viaje en la que el destino es lo de menos y que lo que importa es el propio viaje, Patrick Kitten Braden se encarga de demostrar lo contrario. Lo único que importa es la expresión con la que se afronte el viaje. Ya puede ser un descubrimiento de la Antártida, una luna de miel en Cancún o un cambio de sexo. No importa qué sea, lo que importa es si sonríes al hacerlo.
Tras una racha de falta de éxitos de público, que no de crítica, Neil Jordan ha decidido volver a su infancia y a su Irlanda natal para contarnos una historia tan universal y contemporánea como la propia Irlanda. Y lo hace a lomos de su conocimiento de la narrativa, de su formidable habilidad para el encuentro de la empatía. Sus personajes no tienen necesidad de ser buenos ni expresivos, simplemente caen bien. Y lo hacen aunque sean asesinos gordos a lo Forest Whitaker, inanes perdidos a lo Stephen Rea o locas grandilocuentes a lo Cillian Murphy. A todos les caracteriza una cosa: sus vidas se ven agitadas, agradablemente sorprendidas, cuando encuentran la cámara de Jordan. En su lente se deforman sus dramas para hacerlos comedias, sus torturadores se vuelven salvavidas.
Es posible que, dada su última falta de diana en la taquilla, Jordan haya optado por ciertos recursos comerciales que embellecen la trama y la acercan al gran público. La banda sonora es un regalo para que tarareemos los paletos musicales. La colorida fotografía no es sino la luz de la mirada de Kitten. Y el final coherente, pero a todas luces optimista, es la forma de decirnos que la vida puede ser un cuento. Un cuento en el que no importa el texto, sino cómo acoges las palabras.
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