El progreso nos arrolla.
Se le puede llamar progreso, pero también se le puede llamar cambio. Y el cambio nos da miedo y al mismo tiempo, nos atrae. El cambio nos subleva y al mismo tiempo, nos eleva. El cambio lo prevemos y sin embargo, siempre nos pilla desprevenidos. El cambio es inminente, el cambio siempre nos pilla tarde. El cambio nos arrolla.
Igual que uno nunca sabe cuándo se ha vuelto adulto, uno tampoco sabe cuál ha sido el momento en que el cambio le ha pillado tarde. Cuál ha sido el momento en que el cambio le ha arrollado, ha tirado abajo toda su estructura.
Del progreso, del cambio, de algo tan ambicioso como esto trata El cuarto mandamiento.
Una película profunda, compleja que se esfuerza en no ser difícil. Una película en que los personajes tienen cien aristas y mil complejos, donde el recién descubierto psicoanálisis se introduce en la trama con la sutileza de la pluma de Orson Welles. Una película en que las luces y las sombras penetran en los ambientes con unos ángulos y expresividad antes desconocidos. Una película acerca de la invención y del avance que aparece bajo la forma de la innovación permanente. Una película en que la vitalidad y el lento discurrir de lo pasado queda arrollada por el progreso.
Una película que creó progreso y sin embargo, fue arrollada por el miedo que da éste.
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