Hay directores que sabes que algún día harán una obra maestra. Son directores cuyo talento se aprecia en cada uno de los granos de las imágenes. Puede que todavía no hayan hecho una gran película, puede que sí la hayan hecho, pero sabes que llegará el momento donde alcancen la intemporalidad. Tom McCarthy es de éstos.
Su descomunal don no es un talento llamativo. No se aprecia en grandes angulares o en planos-secuencia que llamen la atención sobre sí mismos. Se ve en cosas mucho más simples, mucho más definitivas. Se nota en su forma de encontrar simetría en el caos, de ver almas donde sólo había individuos, de captar las relaciones, de entender qué es lo reseñable, de identificar la felicidad más como un momento que como un estado. Se nota en su forma de crear magia a partir de lo cotidiano.
Todo eso sale a la luz en la magistral primera media hora de The Visitor. Es tan palpable, tan gozosa que la audiencia comienza a recrearse y se mete dentro de una película que no es la que va a ver. Esa media hora vale por el 99,9% del cine de este año. Lo que viene después no es peor. Pero no es lo que hemos visto.
Lo que viene después es cine de mensaje, es cine de denuncia. Un cine que podría haber hecho cualquiera. Es verdad que en manos de McCarthy es un cine mejor. Sabe evitar los tópicos, sabe no recurrir a los excesos, sabe evitar el melodrama, sabe mantener el atractivo de las relaciones. Pero donde en la primera parte no había buenos ni malos, no había discursos ni partes, no había fuentes ni fines, en la segunda aparece todo eso bajo la forma de un tipo de cine más serio, menos perdurable.
Creo que a McCarthy le ha podido su compromiso con el mundo. Es un pecado venial, sí, pero no deja de ser un pecado. Si vuelve a las vías de The Station Agent con la madurez y el dominio de la puesta en escena que aquí muestra, pronto, muy pronto tendremos su obra maestra, su paso a la posteridad.
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