domingo, junio 14, 2009

WINTER LIGHT (Ingmar Bergman): 7,5


Ayer me dispuse a ver la supuesta obra maestra de Bergman. Lo hice por amistad y por obligación. Resulta que un amigo tiene que dar una charla acerca de la peli y me pidió ayuda. Ya de paso, me servía a mí para tratar de rellenar el vacío cultural que tengo con toda la obra del sueco.
Sólo he visto cuatro o cinco de sus pelis. Y debo ser un paleto porque me gustan más aquéllas que no dirige él. Supongo que será que la suma de su extrema profundidad y la aridez de sus formas y montajes se me hacen excesivas.
El caso es que me puse delante de la peli con el mismo miedo que con un ciclo que acababa de intentar tragarme de Andrej Tarkovski. Digo intentar porque no logré terminar una sola de sus obras. Y eso que mi criterio de selección era bastante claro: de entre las buenas, sólo aquéllas que duraran menos de 100 minutos.
Mi miedo se empezó a concretar con el primer plano del filme. Un plano bellísimo de una Misa que no termina. Durante diez minutos asistí a dicha imagen. Tomé la carátula para volver a comprobar que la tortura sólo duraba 80 minutos. Sin embargo, me equivoqué. Al momento, comencé a olvidarme de la duración.
Bergman entró en escena. Sus eternas cuitas con Dios se hacían carne en la voz de un reverendo. El conflicto era tan claro como el que todos vivimos en nuestra relación con Dios. Las preguntas no eran nada originales, eran universales. Lo no universal es la elección de esa forma tan poco cinematográfica (o al menos, americana) que consiste en mostrar, no sugerir. Así, las preguntas y dudas son tan explícitas que pueden generar identificación, casi nunca narración.
La seriedad de lo que cuenta es tan brutal que no hay lugar para el humor. No hay lugar para la dramaturgia. No hay lugar para exponer planos bellos o anécdotas reveladoras. Todo está en el verbo de Bergman, en las nada sutiles dudas del protagonista, en la dureza con la que castiga su amor a la chica, en la explicable  incomprensión con que vive Max von Sydow. 
Si decía Kieslowski a través de Juliette Binoche que "Nada es importante", Berman opina exactamente lo contrario. Para él, todo lo es. Y serlo impide obviarlo. Su extrema coherencia le lleva a poder ser un pesado, a pecar de trascendente cuando su conflicto es bastante obvio y su expresión todavía lo es más,  a no permitir que la belleza entre, a proporcionar un final redondo sin aprendizaje, a no dejar asomar momentos de felicidad en una vida esencialmente sin destino.
Claramente, Bergman no disfruta del viaje. Yo sí pienso hacerlo. Y para ello, veré las menos posibles pelis suyas. No porque no me gusten, sino porque me aportan cien veces menos pensamiento que otras, y millones de veces menos emociones.

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