Pocas veces comprenderé las leyes que rigen el mercado. Cuando crees que has encontrado una leyuniversal que explique medianamente la realidad comercial (éxito = publicidad * [coyuntura + empatía]), te encuentras con fenómenos incomprensibles como el de las deplorables “Los chicos del coro”, “Mi gran boda griega” o el de la excelente “Reencarnación”.
Si fuera un avezado productor con fajos de billetes metidos bajo el colchón, y me ofrecen gastármelo en un guión de intriga basado en personajes sólidos en plena crisis vital, giros argumentales sorprendentes, amor, lujo y adulterio en Nueva York, dosis crecientes de morbo y una megaestrella rey Midas como Nicole Kidman, no dudaría un ápice. Sacaría los billetes de debajo del colchón y dormiría a pierna suelta, sabiendo que el rendimiento doblaría la inversión. Sin embargo, cuando ese solidísimo guión se transforma en imágenes de angustia reveladora y marketing agresivo, no acude un solo espectador a las plateas. Desde luego, eso no se debe al único error de lapelícula: ese final ambiguo y lógico, pero rematadamente desequilibrado por cuanto plantea un escenario nuevo en un entorno hasta ahora totalmente conocido. Sólo ese enclave del desenlace rompe las expectativas crecientes de un espectador abrumado ante tanta hipnosis, arrastrado por una intriga racional y sexual, espiritual y terrenal. Por una intriga que obvia la búsqueda de impacto comercial en la banda sonora y en el mobiliario de Ikea para encontrar una atmósfera envolvente mediante música sutil, fría fotografía, dirección artística minimalista e interpretaciones tan arriesgadas como ajustadas. Por una intriga en la que brilla sobremanera la soberbia dirección de un Jonathan Glazer que, con sólo dos películas, se erige ya como una voz nueva a seguir hasta que encuentre su obra maestra. Si se sigue apoyando en la dramaturgia de Jean-Claude Carriére, no tardará en encontrarla. Aunque el mercado se niegue a apoyarla. Aunque sólo el tiempo reconozca sus esfuerzos.
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