El aliento del cine clásico no suele hacer esperar mucho. Cuando está, aparece desde la primera escena. Es el caso de "Antes de que el diablo sepa que has muerto".
Admito que, salvo algunas escasas filias, voy a ver las películas en función de las críticas leídas. Y ello evita que tenga una mirada virgen, que mi juicio sea totalmente objetivo. Fui a ver la última de Lumet habiendo leído que era una obra maestra. No sé si mi juicio estará condicionado por ello o no, pero la he evaluado del mismo modo que esos críticos, he sentido el inmenso placer del gran cine.
Todos los elementos se aúnan para conseguir el halo distintivo del cine clásico. La atmósfera no huele a buscada. La música está hecha para cine, no al revés. La fotografía no condiciona la narración, sino que la exalta. Los personajes son mezquinos no porque lo sean, sino porque han tenido que comportarse así. Los actores se torturan cuando tienen que torturarse, y regalan los planos cuando tienen que regalarlos.
Todo es precisión en el pulso de Lumet. Todo es sacar el máximo partido de un guión modélico, repleto de tantos giros, conflictos y saltos temporales que uno podría perderse en el laberinto. Pero las ancianas manos de Lumet saben contenerlo todo. Contienen a un Philippe Seymour Hoffman que alcanza la gloria en una de las interpretaciones más portentosas que se recuerdan. Contiene a un Ethan Hawke, que sigue siendo el actor que mejores elecciones de películas hace. Contiene a un Albert Finney y a una Marisa Tomei que se comen la pantalla, reconcomidos en su miseria.
Lumet lo contiene todo, lo controla todo. Controla un final que no es un sino un desenlace tan áspero como su comienzo, tan emotivo como su desarrollo, tan coherente con todo su metraje que sólo cabe decir que Lumet ha vuelto a ser clásico. Que ha vuelto a pasar a la historia.
Admito que, salvo algunas escasas filias, voy a ver las películas en función de las críticas leídas. Y ello evita que tenga una mirada virgen, que mi juicio sea totalmente objetivo. Fui a ver la última de Lumet habiendo leído que era una obra maestra. No sé si mi juicio estará condicionado por ello o no, pero la he evaluado del mismo modo que esos críticos, he sentido el inmenso placer del gran cine.
Todos los elementos se aúnan para conseguir el halo distintivo del cine clásico. La atmósfera no huele a buscada. La música está hecha para cine, no al revés. La fotografía no condiciona la narración, sino que la exalta. Los personajes son mezquinos no porque lo sean, sino porque han tenido que comportarse así. Los actores se torturan cuando tienen que torturarse, y regalan los planos cuando tienen que regalarlos.
Todo es precisión en el pulso de Lumet. Todo es sacar el máximo partido de un guión modélico, repleto de tantos giros, conflictos y saltos temporales que uno podría perderse en el laberinto. Pero las ancianas manos de Lumet saben contenerlo todo. Contienen a un Philippe Seymour Hoffman que alcanza la gloria en una de las interpretaciones más portentosas que se recuerdan. Contiene a un Ethan Hawke, que sigue siendo el actor que mejores elecciones de películas hace. Contiene a un Albert Finney y a una Marisa Tomei que se comen la pantalla, reconcomidos en su miseria.
Lumet lo contiene todo, lo controla todo. Controla un final que no es un sino un desenlace tan áspero como su comienzo, tan emotivo como su desarrollo, tan coherente con todo su metraje que sólo cabe decir que Lumet ha vuelto a ser clásico. Que ha vuelto a pasar a la historia.